Cada 25 de noviembre acabo con cierta sensación agridulce,
pues tengo la sensación de que en este día en el que mostramos nuestro
compromiso para luchar contra la violencia de género, lo hemos convertido en un
mero punto de encuentro mediático para que los políticos de turno muestren su
“solidaridad silenciosa” con las víctimas.
Parece que no se atreven a gritar y a decir ¡No, ya basta!,
pues es políticamente más correcto esconderse en un minuto de silencio, leer un
manifiesto al que por recurrente año a año ya nadie presta atención, y avalar
algunos eventos y acciones que, en algunos casos, se han programado para más de
un día.
Pero es que quedarse afónicos gritando ¡No, y ya basta!, sería
como reclamárselo a sí mismos pues son ellos, los que tienen la responsabilidad
política, quienes deben aplicar las medidas para que la violencia de género no
se considere una epidemia ni tampoco un problema estructural de la sociedad,
como algunos quieren considerarla perversamente, pues haciendo mayor el
problema i generalizándolo mucho más difícil será la solución, y seguro que
menos efectiva.
Posar con semblante compungido, leer una declaración
institucional consensuada, guardar un minuto de silencio o encabezar una
manifestación cada 25 de noviembre no es suficiente, de la misma manera que
tampoco lo es organizar charlas, compartir experiencias o clases de defensa
personal durante una semana al año, sobre todo si estas actividades van
destinadas principalmente a las personas susceptibles de ser víctimas de la
violencia, y no a las que la provocan.
Porque no podemos obviar que los que ejercen la violencia o
los que potencialmente pueden ejercerla, son a quienes la sociedad debe dedicar
esfuerzos y recursos para prevenir. ¡Y ahí estamos todos!, pero sobre todo aquellos
que tienen la capacidad de aprender y asumir sin mediatizaciones sociales que
la igualdad es incuestionable, y que el género, al igual que el color, no
diferencia a un ser humano de otro, pues todos somos iguales.
Es ahí donde debemos invertir, en pedagogía, aunque sea de
manera subliminal, y no en soluciones complementarias y superfluas basadas
sobre todo en números estadísticos, que penalizan más al agredido que al agresor.
Si se han contabilizado 44 víctimas con resultado de muerte,
a las que también se han de sumar las muchas víctimas colaterales que sufrirán también
las secuelas de esa violencia, sin olvidar todas aquellas personas que día sí y
día también están sometidas violentamente, denuncien o no su situación, y que
mañana pueden hacer crecer la cifra de asesinados y/o asesinadas, ¿no son
suficientes datos para actuar, creando protocolos judiciales, policiales y
sociales realmente efectivos?
La respuesta debería ser un sí rotundo, aunque
lamentablemente es la rotundidad del no la que prevalece, lo que lleva a
peguntarme si es que no interesa que el problema desaparezca, y poder mantener
la atención mediática sobre el problema y sobre las soluciones simplistas que
pueden contabilizarse, y que pueden engrosar el contenido de un discurso
político.
¿Cómo un político puede permitirse el lujo de afirmar que
tienen detectados 58 casos de violencia en una población? Si los tienen
detectados, debería hablar en pasado, por cuestiones de prevención.
¿Cómo es posible que la solución a un episodio de violencia
de género se resuelva escondiendo a la víctima, y que se considere un éxito
crear viviendas para que esa víctima pierda su libertad?
¿No es de reducción al absurdo el dictar órdenes de alejamiento
a una persona violenta y asesino potencial pensando que la va a cumplir, y no
aplicar medidas personales o tecnológicas para obligar a que esa orden se
cumpla?
Sinceramente creo que no nos creemos la gravedad del
problema, que se le está dando una dimensión equivocada, y que hay personajes
que intentan considerarlo como estructural con la finalidad de acrecentar la
fisura entre géneros, algo que no beneficia a alcanzar la igualdad efectiva,
que es donde radica la solución.