Nos hemos movido sin placa, sin lupa, sin pipa, sin gorra de
orejeras y sin violín como Sherlock Holmes; tampoco hemos puesto a trabajar
nuestras células grises con la compañía de un gran bigote engominado, como hacía
Hercules Poirot; y el Barrio Chino no ha sido el paisaje urbano por el que nos
hemos paseado, como hacía Pepe Carvalho.
Pero durante 12 días hemos sido los mejores detectives que
han existido jamás, y por eso ya teníamos solucionado el caso de la
desaparición del pequeño Gabriel desde el mismo día de su desaparición, pues
desde el domingo 11 de marzo, cuando la Guardia Civil hizo la detención de la
presunta culpable del asesinato -ahora ya confesa-, la frase más generalizada ha
sido el recurrente “ya lo sabía”, dejando entrever que estos días sólo han
servido para corroborar lo que ya habíamos descubierto.
Desde el mismo día que se anunció la desaparición del
pequeño sabíamos que había sido secuestrado, que no lo iban a encontrar con
vida, que el culpable podía ser el padre, aunque después tuvimos claro que
había sido su pareja, pero no dejábamos de dudar sobre el progenitor y hasta de
la abuela, aunque rápidamente desechamos esta idea, y “las pruebas que habíamos
recopilado” sin movernos del salón donde tenemos instalada la televisión,
demostraban que la asesina era quien decíamos.
Es cierto que durante 12 días hemos somatizado sentimientos y
compartido dolor, pero no es menos cierto, y que nadie se escandalice por la
normal crudeza de esta reflexión pues está dentro de la normalidad, que como
sociedad hemos vivido todo este luctuoso y lamentable episodio con cierta
morbosidad, como si para solidarizarnos con el padre y la madre de Gabriel fuese
necesario conocer algunos detalles, cuanto más escabrosos mejor.
Porque no entiendo que miles de personas rindan “homenaje” a
una criatura cuyo “mérito inocente” ha sido ser asesinado por una hija de las “mil
leches”. Estoy seguro que en la gran mayoría de esas personas residía un profundo
sentimiento de solidaridad. Pero, ¿sólo solidaridad?
Porque me pregunto qué sentido tiene, si no es por cuestión de
morbo, preguntarle a unos padres que acaban de recibir la noticia de que han
asesinado a su hijo de 8 años, ¿cómo se sienten?
Porque me pregunto si hacer tan mediático el secuestro y
posterior asesinato de Gabriel, ha sido realmente útil.
Y porque me pregunto si es normal el “desembarco” de tantos políticos
dando muestras de compungida solidaridad, como no haya sido para que algunos de
ellos alimenten la morbosidad para esconder su fariseísmo.
La cruda realidad es que un pequeño de 8 años de edad ha
sido asesinado, que el encomiable esfuerzo de todos los voluntarios que intentaron
localizarlo ha sido lamentablemente infructuoso, que la Guardia Civil es quien
ha logrado desentramar el caso y detener a la asesina, y que con toda
seguridad, los padres del pequeño Gabriel no podrán sobreponerse jamás.
Simplemente podemos mostrar empatía, porque dudo que nadie pueda
entender la magnitud del dolor de estos padres si no se ha sufrido una
situación similar, por lo que querer ponerse en su lugar es adentrarse en la
intimidad del por qué de sus sentimientos, y eso es traspasar esa fina línea que
separa el morbo de la solidaridad.
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