Confieso que respiré tranquilo al no ver en el plasma al Monarca
con estrellas y galones, lo que posiblemente sí hubiese calmado al Gobierno y
dado sordina argumental al resto de fuerzas políticas, y aunque no me gustó su
discurso sobre la situación política en Catalunya, me hubiese sorprendido algún
otro planteamiento que fuese más allá de la defensa de la unidad de España y
del Estado de Derecho.
Y si alguien esperaba sinceramente -y aludo específicamente
a los políticos- que Felipe VI les solucionase el problema que ellos han alimentado
por dejadez para esconder su ineptitud, a su manifiesta incapacidad se le debe
sumar una supina candidez impropia de quien debe ejercer su responsabilidad,
tanto de gobierno como de oposición.
Estoy seguro que la clase política esperaba que el Rey clamase
al diálogo, pero la verdad es que tengo dudas de si estamos a tiempo de
entablar un diálogo fructífero antes de que se hagan actuaciones irreversibles (como
una declaración universal de independencia de aquí a cuatro días), o si
realmente hay voluntad de dialogar para llegar a acuerdos y deshacer tamaño
desaguisado.
Yo, que creo que la única vía es sentarse alrededor de una
mesa sin condiciones previas ni posturas rígidas e inamovibles, y a pesar de
que hoy un amigo que se autodenomina radical independentista (aunque sigue
siendo amigo a pesar de comulgar en posiciones totalmente diferentes) me
manifestase que ya no hay margen para el diálogo y que soy de los poquísimos
que creen en esa vía, me niego a aceptar esa negación taxativa al acuerdo.
En nuestras manos, en la de todos los ciudadanos, está
obligar a los políticos a que encuentren una solución urgente, y a pesar de que
nos estén haciendo pasar por el cabo de poca esperanza, debemos negarnos a arriar
la bandera.
Yo desde luego no lo voy a hacer, y aunque sea sólo, voy a seguir navegando ceñido al viento para que podamos llegar a ese puerto llamado convivencia.
Yo desde luego no lo voy a hacer, y aunque sea sólo, voy a seguir navegando ceñido al viento para que podamos llegar a ese puerto llamado convivencia.
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