Leía un artículo de Rosa Montero que, aprovechando el anuncio del cierre del emblemático Café
Comercial de Madrid, ponía de relieve la incidencia que los bares tienen en la
cotidianidad de muchas personas, elevando en algunos casos a categoría de
templo estos establecimientos.
Para algunos el bar es
sinónimo de actividad licenciosa, donde se acude a beber sin sed, o se
materializa una huida temporal de la familia; para estos, decir “me voy al bar“
parece ser el anuncio vergonzante de que se acude a un sitio a desarrollar una
actividad poco recomendable.
Pero no es así y
después de ese artículo propiciado por el cierre del Café Comercial, al que había acudido alguna vez a tomar una
simple mediana como llaman en Madrid a un café con leche corto, he hecho
memoria sobre los bares que realmente han tenido alguna importancia a lo largo de mi vida y, sobre
todo he intentado recordar a los camareros que, tal y como sacerdotes en una
parroquia, son los que dan relevancia a un bar y lo hacen agradable de visitar.
De mi primera época de
“bares”, sólo algunas imágenes distorsionadas de la cafetería del Liceo donde,
animado por lo camareros de punto en blanco, corría entre mesas ebúrneas
ocupadas por personas demasiado emperifolladas; o del Asturias de la Plaza
Real, donde patatas fritas compradas a
granel y cerveza de barril, acompañaban mis padres aquellos calamares a la
romana de los que aún recuerdo, con cierta añoranza, su peculiar sabor y
textura. (Aquí apuntar que solo el Corsari de Sant Feliu de Guíxols responde a
aquel característico rebozado)
Y posteriormente, en
compañía de progenitores, padres o abuelos, esperaba el aperitivo del fin de
semana en aquel bar del Paseo Urrutia donde los pajaritos fritos, que se
exponían en el mostrador formando verdaderas montañas, hacían las delicias de
mis padres y mía; como así también algún festivo acompañaba a mi abuelo a la
Bodega del Pep, en la calle Cartagena, frente a una fábrica de la cerveza Damm
que, a lo largo del tiempo, ya había impregnado a aquel establecimiento oscuro,
y posiblemente poco higiénico, de un peculiar olor a cebada y lúpulo.
Cómo olvidar el Vergés,
en la calle Lauria, donde durante muchos años, sábados y domingos incluidos,
acudíamos a degustar un pincho de aquella tortilla de patatas alta y ancha como
pocas, aliñada con salsa de aperitivo y acompañada de un quinto estrella que
respondía a nuestro exiguo presupuesto de adolescentes.
Aquí sí tengo presente
a Bernardo, aquel joven camarero sudamericano que nos mimaba con la
condescendencia del dueño, que luchaba con algunos clientes para reservarnos
nuestro habitual pincho de tortilla, y que aguantaba nuestras bromas, a veces
pesadas, sobre su nacionalidad.
De aquella época no
puedo menos de recordar también la Motserratina de la calle Consell de Cent, sustituto
obligado de por cierre semanal del Vergés; o el TokiEder de la calle
Diputación, donde el señor Fernando, aquel vasco serio como un palo que “tiraba”
la cerveza como nadie, siempre tenía algún detalle -yo creo que a instancias de
su esposa- con los amigos que allí nos dábamos cita, sabiendo que nuestra
capacidad económica no era como para lanzar cohetes. O el Europa, también
en la calle Lauria, compartiendo muchas cervezas con Sotil y Neskens, jugadores
el Barça, y donde un camarero, del que no recuerdo el nombre, también nos hacía
sentir como en casa.
Y alguno más, no cabe
duda, que también han marcado momentos importantes de mi devenir, con amigos,
en solitario o en pareja, y hasta en muchos casos, por necesidad. Porque un
bar, por ejemplo, se puede convertir en el foro debates políticos realmente
trascendentes. En el Vergés, sin ir más lejos, se produjo un debate intenso
sobre la mayoría de edad a los 18 años, que luego trasladé a la reunión
constitutiva del Consejo de la Juventud. O la Montserratina, donde algunas
acciones de la lucha estudiantil se decidían con énfasis, aunque después no se
llevaran a cabo.
O un bar se puede
también convertir en el punto de encuentro de jóvenes adolescentes enamorados.
No recuerdo el nombre del bar, ni del dueño ni del hijo del dueño ni de los
camareros, que eran cómplices de los encuentros entre mi esposa y yo en aquella
plaza Ramón Berenguer de la Via Layetana. Era tal la connivencia con los dueños
que, cuando les traían muestras de productos, nos ofrecían probarlos, y aquí
recuerdo unos berberechos que nunca he vuelto a encontrar.
Pero existen los bares
de necesidad, aquellos a los que acudes en busca de sentirte en familia cuando
estás a centenares de quilómetros de casa, día a día. Esos que camareros o
dueños pegan bronca cuando pides algo que saben que no te conviene, o que sin
preguntarte te ponen en la mesa aquellos que saben que te gusta, o que te
preguntan por familia e hijos aunque no los conozcan. Que perciben cuando te
pueden hablar o cuando necesitas estar sólo. Y de aquí sólo quiero destacar
dos. Uno hace muchos años en Castellón hoy ya cerrado, el Extremeño, donde comía y cenaba cada día y la señora se
permitía el lujo, que yo agradecía, de pegarme unas broncas de “no te menees”; o en Avenida América en Madrid, donde acudía a
un pequeño bar, con un par de diminutas mesas, cada lunes comía un filete a “mi
medida” y unas empanadillas caseras que estaban a la altura de las que hacía mi
abuela.
Lo peor, de todos
modos, es la desazón de encontrarte que al familiar establecimiento del que
sientes que también te sientes “propietario”, se le ha dado otra dimensión u
otro enfoque comercial, como ahora se define; es como cambiar de familia manteniendo
la casa.
Un ejemplo, el Vergés,
que como puede desprenderse, fue uno de esos bares que marcó parte de mi
adolescencia y juventud, cambió de dueño y de camareros, y a pesar de que
intentó continuar con la misma filosofía, en absoluto fue lo mismo. Como
mínimo, al cabo de los años, ya no tenía nada que ver con lo que había sido; y
lo mismo le ocurrió al Toki y al de los pajaritos a los que por curiosidad y
morbo, volví en alguna ocasión. Como anécdota, hace ya muchas años y sin recordar
el por qué, entré a tomar algo en un bar de la calle Bailén y me encontré al
cocinero que en el Vergés hacía aquella deliciosa tortilla. Serio como un ajo
porro, como ya lo era, cocinando una tortilla como aquella y en la alegría de
verme me explicó su secreto y me emplazó a tomar un pincho con él.
No fue lo mismo!
Cap comentari:
Publica un comentari