Es pública mi baja
simpatía por la manifestación de sentimientos a través de simbología, como
pueden ser las banderas, pero aunque convencido de que es una ostentación que
no aporta nada, sino todo lo contrario, siempre he respetado a quienes desean mostrar
sus posicionamientos través de ese sistema de comunicación, a pesar que yo
preferiría que la proliferación de banderas en balcones respondiese únicamente a
la celebración de festejos, siendo además temporalmente acotada.
Lamentablemente el hacer
ostentación política en fachadas es algo habitual y sin limitación en cuanto a
visión paisajística ni temporal se refiere, lo que ha convertido el derecho a
disfrutar del entorno, como defendía Josep Vicente reivindicando el “dret a
badar”, en una aventura imposible.
Como si de una declarada
guerra de “trapos” se tratara, la gente convierte las calles en una especie de
corrala, utilizando las balconadas como tendederos ostentosos de calidad y
cantidad, para mostrar al público la talla, el gusto o la marca de su ropa
interior, en un claro intento de ridiculizar a su vecino haciendo palpable que
su posición es mucho más elevada.
Ahora levantamos la
vista del suelo y nuestra mirada se topa, ineludiblemente, con el rojo y gualda
de las banderas que compiten en esa especie de carrera por monopolizar las
fachadas de cualquier ciudad catalana, pero con una cansina monotonía cromatística
sólo rota por algún tono azul o por algún escudo constitucional, haciendo
palpable que nos encontramos ante un enfrentamiento a semejanza a aquella “guerra
de banderas” que hace unos años se hizo famosa en la semana grande de Bilbao.
Creo que, por una
cuestión de salud colectiva y de convivencia cotidiana, la utilización de las
banderas debería circunscribirse, únicamente, a una demostración de alegría y jolgorio,
jamás como símbolo para encabezar posiciones ideológicas; y, ni mucho menos, su
utilización debería ser incentivada por responsables políticos elegidos democráticamente,
al contrario de lo que están haciendo ahora desde según que ámbitos de poder de
la sociedad catalana, pues ello alimenta los enfrentamientos entre ciudadanos
que, al generalizarse, no desembocan en nada positivo, como se sabe por
experiencia.
Quizás los poderes de
la administración deberían tomar cartas en el asunto y prevenir problemas
ulteriores que, a medida que vayan acercando los comicios del 27 S, sin duda se
agudizarán mucho más.
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