
Aunque no quieran, son
los herederos de aquellos abnegados jinetes de la “derbipaleta”, porque aunque intenten
suplir el blanco de aquella entrañable camiseta imperio por otro atuendo de
colorido chillón, no son más que el “quiero y no puedo” de los verdaderos
moteros.
Creen que su sonoro
pero pedorrítico artilugio levanta pasiones, y que las miradas que se posan a
su paso son fruto de la admiración, cuando la realidad es que quien más o quien
menos desea que, sin hacerse daño alguno, claven sus “cuernos” en el asfalto y
que el susto les haga desistir de su habitual aunque fanfarrona actitud.
Niñatos, ya algunos con
canas en los belfos, que disfrutan alardeando de “motillo”, dando gas con
intermitencia como quien cambia de velocidad, lanzando el sobrante de los
decibelios permitidos a los oídos de los vecinos que deben resistir, con
estoica paciencia, a tal demostración de incivismo, y no importándoles, además,
jugar con la integridad física de los que se cruzan a su paso, alcanzando
velocidades que esas máquinas tienen prohibidas y que, por pura lógica, no
deberían tener la posibilidad de alcanzar.
El ridículo no les
impide seguir enorgulleciéndose de ellos mismos, sin saber que el ruido que
extraen de su velocípedo motorizado es el mismo que emitiría una flatulencia
cuando debe pasar entre voluptuosidades hemorrodeícas.
De eso se valen, de que
los ciudadanos ya hemos tirado la toalla, y cuando el buen tiempo les hace salir
de su frustración nachovidaléica, saben que contra sus pedorríticas acciones, solo
queda el derecho al pataleo para protestar contra ellos.
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