La observo como
cada mañana, temeroso de su reacción.
Paso a paso, de
manera vacilante me acerco a ella, deseando que carezca de energía suficiente como para no castigarme
con el pérfido diálogo que entablamos cada día.
Vana esperanza. Su
estática presencia y su aparente indiferencia no pueden engañarme. Como cada
día está esperando que la roce para abrir los ojos y, con gélida frialdad, sin
decir palabra, posar en mí su retadora mirada.
Podría huir.
Quizás debería huir. Pero no puedo dejar de caer en la tentación y utilizando suavemente
un pie para despertarla, hago cohabitar en mi interior el deseo manifiesto de
propinarle una augusta patada con el temor a lo que su pérfida y silenciosa boca
verterá en un instante.
Sé que a su
sadismo imperturbable no tendré más argumentos que exclamaciones de disculpa,
repasando y justificando cada una de mis acciones del día anterior.
Pero de poco
servirá. La intensidad de sus reproches irá subiendo microsegundo a microsegundo,
proporcionalmente a mi notoria gravidez.
Y como cada
mañana, sin previo aviso y de manera rotunda dejará de moverse, obligándome a fijar
mi mirada en la suya, de manera expectante, esperando percibir algún atisbo de
compasión que rara vez se produce.
Pero hoy se ha
ocurrido el milagro. Con sonrisa aviesa, me he permitido el malsano placer de lanzarle
un sonoro improperio que, con ese malicioso ojo colocado a escasos milímetros
de su pérfida boca, ha aguantado con estoicidad.
¡Jo…..te, báscula
de los demonios. He bajado de los 90!.